Momentum: The Cranberries - "Everybody Else Is Doing It, So Why Can't We?" (1993) / "No Need To Argue" (1994)


Esta tarde he hecho dos cosas que no hacía desde 1995. Paseando por el campo, me he acercado a un zarzal y he arrancado una mora de las oscuras, más grandes y gustosas que las rojas, como cuando vivía a las afueras del pueblo con mi madre. Lo otro ha sido volver a escuchar a The Cranberries con curiosidad, con una pequeña diferencia: a los once años estaba descubriéndoles; a los veintisiete, he sentido el impulso de revisar esos discos tan importantes para mí en su día y comprobar si queda algo que concorde con mis gustos ahora. He acabado articulando este texto en la sección 'Momentum', pero casi lo enmarco en una nueva, barajando títulos como 'El que Mira en los Accidentes', lo que explica que, a pesar de las ganas de ponerme esta música, he hecho el análisis con un extraño sentimiento de guilty pleasure de partida. No importa cuánto pudiera gustarme a mediados de los años 90; con mis razones, abandoné al grupo con rechazo. Pero estos días me he dado cuenta de que esa época de transición prepúber, cuando en mis cintas de VHS convivían videoclips de Björk, Roxette, PJ Harvey, Tina Turner o Green Day, se asemeja más a cómo disfruto de la música ahora que a lo vivido forjando tabúes paranoicos durante la adolescencia. 

He encontrado belleza y emoción en el disco negro y en el blanco, he leído más de lo que supe hace tanto tiempo. The Cranberries realizaron su mejor trabajo cuando la introspección y la modestia eran transparentes, antes de creerse (en particular Dolores O'Riordan; voz, guitarra) emisarios sociopolíticos por haber tenido un éxito comercial enorme en el mundo del pop con una canción, valga la redundancia, de fondo político. El grupo dejó de interesarme cuando mi campo de visión musical se amplió irremediablemente y descubrí artistas que me parecían más sustanciosos a la hora de presentar las cosas, pero también contribuyó el abuso vocal que hacía O''Riordan de los gorgoritos tiroleses y que su discurso adquiriese tics de predicadora con un vocabulario demasiado ingenuo para concienciar de la gravedad de las guerras en Irlanda y Bosnia o de los efectos devastadores de las drogas; lamentar que el mundo de la fama no era tan bonito como Hollywood; o mencionar de manera frívola a John Lennon, Kurt Cobain o William Butler Yeats en las canciones recortaba las posibilidades de conmoverse con ellas. Todas esas obviedades, soltadas con la seriedad enrocada de un mocoso en el álbum después de 'Zombie' To The Faithful Departed (1996), empezaron a rechinarme y a irritarme de modo irreconciliable. 

Criada en un pueblo esencialmente ganadero y formada en un instituto católico femenino de Limerick (Irlanda) que subrayaba la educación musical, a O'Riordan le bastaron a penas tres años para pasar de dar la cara en el grupo con maneras adorablemente retraídas a actuar con arrogancia y delirios de grandeza, cegada por la validación del público que compró discos en masa y a la defensiva por los varapalos de los críticos que empezaban a ponérsele en contra. El primer disco de The Cranberries para el sello Island, Everybody Else is Doing it, So Why Can't We? (1993), es una colección que resume su primera etapa, la más cándida; temas compuestos desde que una Dolores sonrojada entrase en la banda que habían formado los hermanos Noel (guitarra) y Mike Hogan (bajo) y Fergal Lawler (batería), alrededor de 1990. Recuerdo que me supo a poco cuando lo escuché por primera vez en la época; su esmerada fragilidad me pareció un punto débil y venía de haber escuchado la mayoría de estos temas en directo (en el VHS Live, 1995), pero ahora esa cualidad me parece su mayor atractivo y virtud. Se adivina a una banda novicia, contenida al ejecutar su sonido (forjado en un par de maquetas y un EP publicado en una pequeña compañía, Uncertain [1991]), y a una compositora tímida en las letras, crónica de la mala sensación latente cuando alguien ha abusado de tu confianza, de las vicisitudes propias de los primeros amores y, en general, de lazos afectivos en terreno inestable (no hay que olvidar que los cuatro tenían poco más de veinte años).

La inocencia alimenta el aliento de Dolores, que jamás volvería a sonar tan pura y libre de histrionismo como en estas doce piezas. Dándole cobijo, destaca la inventiva y el gusto a la guitarra de Noel Hogan, un seguidor confeso del trabajo de Johnny Marr (The Smiths) que hizo destacar a The Cranberries por encima de cualquier combo de pop-rock asequible para las masas. No en balde grabaron el álbum con Stephen Street (Marr les dio calabazas educadamente), responsable de los mejores trabajos de The Smiths, que permanecería como productor de casi todo lo que grabarían los irlandeses en el futuro. Street puso el acento en el carácter vulnerable de su sonido, pero por momentos se le fue de las manos ablandando un puñado de canciones que, como 'Dreams' o 'Still Can't...', se hubiesen beneficiado de unas interpretaciones con más energía, la misma que The Cranberries imprimían en directo. De todos modos, en general tuvo buen ojo. Tersos arreglos de cuerda arropan 'Sunday' y 'Linger' -donde Dolores revela con ansiedad la inseguridad que le provoca que pueda materializarse un amor platónico y que luego se esfume- y hacen majestuosa 'Put Me Down', un susurro que esconde el deseo de desaparecer y borrar las vivencias dolorosas con un tono triste y épico al cierre del álbum, sin duda una pieza de altura emocional. El grupo, que muestra un agradecido nervio en 'Waltzing Back' y 'How', también sobresale en los momentos más sombríos, cuando O'Riordan se decide a provocar en voz baja, como si necesitase una confrontación y aún le faltase entereza para atreverse con su adversario. Así transcurre la tormenta fantasmagórica de la inicial 'I Still Do' ("No quiero dejarte, aunque tengo que hacerlo / no quiero quererte, aún te quiero"); la descarga ahogada de 'Not Sorry', donde susurra "No lo lamento si te insulto, si te detesto"; y la belleza perversa de 'Pretty' ("Eres tan bonita tal y como eres / y no tienes motivo para ser tan insolente conmigo"), repuntada por un diálogo excelso entre guitarra y bajo. 

Tardó en ocurrir, pero Everybody Else Is Doing It... dio sus frutos en Estados Unidos, donde los singles 'Dreams' y 'Linger' despegaron a finales de 1993 y aumentaron las expectativas de cara a la secuela, que empezaron a grabar en enero de 1994 y no se publicaría hasta octubre, a la espera de que se agotase el tardío momentum del primer álbum, que revivió en Gran Bretaña. No Need to Argue (1994) es la consecuencia del anterior y también su reverso: la mocedad y la inexperiencia sentimental dan paso a reflexiones más serias y negativas sobre relaciones que ya han escocido. Es otro buen disco de pop -más intrigante de lo que parece a primera escucha- que ya alberga sus primeras incursiones en cuestiones sociales, como en 'The Icicle Melts' (sobre el asesinato en Liverpool del niño Jamie Bulger en manos de dos chavales de diez años en 1993), y políticas, caso de 'Zombie', la canción sobre el conflicto armado en Irlanda que les catapultó a un estrato superior y les hizo súbitamente populares a golpe de un estruendo pseudo-grunge que, francamente, cae sobre el resto del cancionero como un mazo encima de una cristalera. Si cabe destacar algo del cuarteto en este segundo álbum es la solidez que adquirió a base de girar sin descanso durante prácticamente dos años. Stephen Street fue capaz de capturar una moderada contundencia en medio de una producción preciosista como de costumbre aun usando parámetros idénticos para embellecer (cuerdas, guitarras acústicas que refuerzan el músculo con elegancia).

Hay momentos de pop a los que hincar el diente sin titubear (fueron buenos singles 'I Can't Be With You' y 'Ridiculous Thoughts') pero sobre todo medios tiempos que danzan con naturalidad entre lo pastoral y lo lúgubre. 'Everything I Said' -con el sonido de un e-bow desolador- y 'Disappointment' rumian sobre el final de una relación entre los destellos de la guitarra de Hogan, mientras la influencia de Sinéad O'Connor se hace notar en 'Dreaming My Dreams' (un reciclaje de su 'Black Boys On Mopeds') y en la delicadeza espiritual de la canción que titula al disco, basada en órgano y voz. La orquestación suena más vigorosa que antaño en la eminentemente acústica 'Empty' ("Mi identidad / ¿me la han robado? / ¿se me está rompiendo el corazón?") y en la melancólica 'Ode To My Family'. Hay, cerca del final, una pieza extensa que podría ser discutiblemente, si no su mejor canción, sí la más interesante de todo su catálogo: 'Daffodil Lament' se desarrolla según va mudando de ambiente y de textura, pasando de la placidez ensombrecida con la que empieza a liberar una creciente angustia con brío; de ahí, al jubilo y a una coda que suena a paz, aunque teñida de duelo. Me deja el mejor de los sabores; la certeza de que podré revisar estos discos más a menudo de lo que había necesitado en los últimos años.


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