Imperdible: Siouxsie and the Banshees - "Peepshow" (1988)

Verano de 1989. Mis tíos, que se fueron a vivir a Berriozar hace un tiempo, vienen a visitarnos de vez en cuando y en temporada de calor suelen pasar unos días de vacaciones en algún apartahotel de Salou. Vamos con ellos. Por suerte, cuando creces descubres que existen otros sitios, otras playas que no parecen de un complejo turístico terrible, pero con cinco años ignoras que Salou es un asco. Como adultos, no entiendo qué hacían allí un año detrás de otro. Tengo tres recuerdos fuertes de esas vacaciones y son los únicos: la imagen de una pequeña peonza de plástico amarillo que nos dieron en una zapatería a mi primo y a mí; el escándalo que se armó -cerrajero incluido- cuando se me quedó un dedo pillado en la rendija de una puerta mientras jugaba al escondite; hacer bailes tontorrones y por algún motivo arabescos al son del acordeón de 'Peek-a-Boo' de Siouxsie and the Banshees.

En 1987, la banda de Siouxsie Sioux (voz) y Steven Severin (bajo; únicos supervivientes de la formación original) se encontraba en una encrucijada creativa, algo que confirmaron entregando el recurrente -en esas circunstancias- disco de versiones (Through the Looking Glass; notable de todos modos) ante la dificultad de componer material lo suficientemente sólido como para cimentar un álbum relevante. Las composiciones originales de esa época quedaron relegadas a las caras B de los singles, y aunque temas como 'Shooting Sun' o 'Sleepwalking (On the High Wire)' irradiaban elegancia, es evidente que no presentaban novedades. La prensa especializada ya llevaba años cuestionando cuál era el lugar de la banda y por qué seguían publicando discos, señalándoles como una caricatura de sí mismos que se había quedado anclada en sus propio molde de estilo gótico y horror orquestado, algo que siempre me ha parecido injusto y que no acabo de entender: Siouxsie and the Banshees me parece una de las bandas que más hizo por subvertir el mundo del pop, que luchó por triunfar comercialmente pero según sus reglas y que tiene una discografía vasta y llena de colores (pensar que lo suyo era "repetición" es quizás lo que más trabajo me cuesta). Pocos podían esperar que al año siguiente, diez años después de publicar su primer álbum, entregaran el que iba a ser uno de sus tres mejores discos: Peepshow.

"Lo que hemos hecho ha sido revaluar a los Banshees, preguntarnos si debíamos continuar... Porque tal y como eran las cosas, no era aceptable para nuestros ideales. Queríamos, y necesitábamos, cambiar. Por nosotros tanto como por cualquiera", decía Siouxsie en 1988. Trabajar en las versiones del anterior disco le había servido al nuevo miembro Martin McCarrick (cuerdas, teclados) para adaptarse a la banda, y Jon Klein (guitarra) hizo lo propio debutando en el single Song From the Edge of the World. Contando con eso, la seguridad de ambos alimentó de la mejor manera un periodo de dulce inspiración para Sioux, Severin y Budgie (batería). Peepshow resulta ser un título inmejorable: el oyente es un mirón que no puede saciar su curiosidad, introduciendo monedas en una cabina para ser testigo de la representación de diez historias distintas. Quedarse sin cambio y saltarse alguna sería un desastre: aunque se trata de una colección ecléctica, ésta es una de las obras más cohesivas de los Banshees. "No es un álbum conceptual, pero cada canción representa una especie de situación voyeurista, con nosotros mirando de cerca cada supuesto, la mayoría de los cuales tienen lugar entre dos personas", según Sioux. "Es como arrancar el lado de un bloque de apartamentos y observar las diferentes vidas que transcurren en paralelo en cada uno". De ensamblarlo se encargó con muy buena mano su habitual productor Mike Hedges, que anteriormente ya les había empujado a jugar más con su música y a abrir su campo de visión. Lo que más destaca aquí respecto a sus otras producciones para ellos es la claridad y lo tangible del sonido después de todo el eco de catedral en el que enterraron discos como Hyaena (1984), algo que iba en detrimento de las interpretaciones, desenfocándolas y restándoles nervio.

'Peek-a-Boo', sombrero de copa en mano y mirada perversa, abre el espectáculo, y es que no podía tener una función más adecuada que esa: no hay nada que se acerque remotamente a lo que es esta canción en todo el disco. Surgió de un experimento con el que toparon al poner al revés una cinta de batería y arreglos de viento pertenecientes a la versión de 'Gun' de John Cale que grabaron para Through the Looking Glass, que resultó en un patrón de sonido sesgado sobre el que acabaron escribiendo esta esplendorosa locura rítmica con fraseos de acordeón, campanitas y Siouxsie dividida en tres pistas (izquierda, centro y derecha) ridiculizando la industria de porno blando. Si algo puede decirse de su interpretación vocal en esta decena de temas es que nunca había sonado tan seductora, nítida y versátil (su pico de destreza y dominio de las cuerdas vocales es justamente entre 1985 y 1989, aproximadamente): firme en el pulso pop de 'The Killing Jar'; con las debidas dosis de misterio y sigilo en las estrofas de 'Scarecrow', que reposa en un colchón de bajo tenebroso y diminutas programaciones antes de transformarse en un pequeño himno marcial donde tiembla un piano. Acto seguido, 'Carousel' se impregna de una atmósfera acertadamente cíclica e hipnótica, revuelta entre recuerdos infantiles e imágenes de fantasía que no eluden una sombra siniestra. La primera cara la clausura 'Burn-Up', un rockabilly que trota con el vigor de una celebración, violines y armónica incluidos, y que la banda asimila con una inesperada naturalidad. Budgie explicaba: "Es un tren que está a punto de chocar. (...) Martin McCarrick estaba tocando su violonchelo como si fuese un violín y dando golpes con el pie conforme se acelera", a lo que Siouxsie añadía: "Algunas canciones toman un impulso cinematográfico en cierta dirección. Describe un tren fuera de control. La vía se acaba e intenta detenerse".

Las programaciones electrónicas adornan con algo más de insistencia las entrañas de 'Ornaments of Gold', más cercana al pop-rock oscuro que podrían ejecutar en autopiloto pero, como todo en este disco, acometido con sutileza y lleno de detalles preciosos, lo mismo que 'Turn to Stone', que en sus estrofas -los arpegios acústicos, las piruetas de la melodía- muestra cierto tono romántico medieval, algo que aparece durante todo el disco, aquí y allá. 'Rawhead and Bloodybones' es una miniatura esquelética que tiembla en las tinieblas, un breve entretenimiento situado estratégicamente antes de uno de los grandes números de este espectáculo que es Peepshow: en 'The Last Beat of my Heart' la influencia medieval no solo flota en el ambiente si no que es visible en el decorado (el tambor tribal, el acordeón -arropando a la voz durante todo el camino con ternura-, la melodía majestuosa) y la voz de Siouxsie aparece y se evapora con cada verso, frágil y efímera como el vaho. 'Rhapsody' despide al voyeur en las antípodas de la calma que la precede: furiosa y acelerando progresivamente como un ciclón, las cuerdas suenan enormes y el caos, alargado hasta los seis minutos y medio, suena hermoso.

Este sí fue, lamentablemente, el último gran disco de Siouxsie and the Banshees. En los dos siguientes -que precedieron a su separación en 1996- no pasaron de reunir canciones con dudosas elecciones en el campo de la producción, y nunca cobijadas bajo un concepto tan refinado como el de Peepshow. De ser verdad el símil entre escucharlo y dejarse monedas con cada una de sus canciones como en un espectáculo erótico, llevaría muchos años en la ruina.


Para escuchar en Spotify:

Comentarios